Las razones por las que Young y otros estudiosos rechazan esta teoría tradicional son varias. En primer lugar, conocemos los nombres de atletas de época arcaica y clásica que no salieron de las filas de la nobleza. Incluso el primer vencedor olímpico (triunfador en la primera Olimpíada, 776 a.C., en la única prueba existente entonces, la carrera del estadio) fue, según la tradición, un cocinero, Corebo de Elide, y a un pescador celebra Simónides, con su humorismo habitual impensable en los epinicios de Píndaro, en un epigrama (41 Page) donde hace decir al anónimo atleta: "antes en mis hombros soportando una áspera percha llevaba pescado desde Argos a Tegea".
También fue cantado por Simónides el famoso boxeador de Eubea Glauco de Caristo, hijo de un labrador, y, a su vez, en el si duda muy honesto pero poco aristocrático oficio (a los ojos de un griego, y seguramente de cualquier otro aristócrata hasta nuestros días) de pastorear cabras y vacas ocupaban su tiempo respectivamente Polimnéstor de Mileto, vencedor en el estadio infantil de Olimpia a comienzos del siglo VI a.C., y Amesinas, dela colonia libia de Barke, que triunfó en la lucha olímpica en 46O a.C.Suponiendo, pues, como parece que debemos suponer, que miembros de las clases inferiores hubieran tenido activa participación en las competiciones deportivas, ¿cómo podían hacer frente a los cuantiosos gastos que exigían los entrenamientos y los continuos viajes? (porque precisamente una de las razones que esgrimían quienes defendían que durante los primeros siglos del deporte griego únicamente los nobles podían intervenir en las competiciones era que se trataba de los únicos que disponían del tiempo y del dinero necesarios para hacerlo; los demás bastante tenían con buscarse la vida y ganarse el pan de cada día como para andar entrenándose en gimnasios y palestras). Young propone una explicación que nos adentra ya en un segundo argumento en contra de la suposición de un deporte plenamente "amateur" durante las épocas arcaica y clásica: los premios en las competiciones atléticas. Un joven atleta de familia humilde que conseguía vencer en una competición local, podría emplear el montante del premio para pagarse su intervención en unos juegos más importantes y mejor dotados económicamente; a su vez, si triunfaba también en ellos, estaría en condiciones de pagarse un entrenador profesional e iniciar así una carrera deportiva que le permitiría incluso participar en los grandes Juegos Panhelénicos.
Porque sabemos que había, en general, dos tipos de competiciones deportivas en la antigua Grecia: los llamados agônes stephanîtai o “juegos por coronas”, que eran los más importantes y en los cuales los vencedores recibían como premio una corona vegetal que simbolizaba su triunfo, y en segundo lugar los agônes chrematîtai o “juegos por dinero”, en los que los vencedores recibían premios de valor material, a menudo elevado. Por poner un ejemplo significativo, en los que eran quizá los más importantes de los “juegos por dinero”, los Juegos Panatenaicos de Atenas, quien vencía en la carrera del estadio (que no era la prueba mejor dotada económicamente) a mediados del siglo IV a.C. recibía como premio cien ánforas de aceite, cuyo montante económico venía a equivaler, como mínimo, al salario que recibía un trabajador especializado durante cuatro años y suponía, por tanto, una pequeña fortuna.
Pero ¿qué ocurría en el caso de los grandes Juegos Panhelénicos, en los “juegos por coronas”? En Olimpia, como es sabido, los vencedores recibían como recompensa una corona de olivo, corona que era de laurel en los Juegos Píticos de Delfos, de apio en los Juegos Ístmicos de Corinto y de apio fresco en los Juegos Nemeos. Sin duda, al igual que ocurre en las modernas Olimpíadas, no era el dinero, sino el deseo de triunfar, el primer incentivo de los atletas, y la victoria misma, simbolizada en una corona o una medalla, la mejor recompensa.. No obstante, al igual que actualmente cada país acostumbra a mostrar su agradecimiento, a menudo en metálico, al atleta que ha dejado alto su pabellón nacional, y la cotización del propio deportista aumenta considerablemente tras un comportamiento destacado en una competición importante, también en la antigua Grecia numerosas ventajas se derivaban del triunfo en alguno de los grandes juegos. En efecto, una larga serie de honores y recompensas aguardaban al atleta vencedor en su patria (y ya en el lugar mismo de la competición, donde se celebraba una fiesta para conmemorar la victoria y además tenemos documentada desde Platón al menos [República 621d, Suda p 1054] la costumbre de que el vencedor diera la vuelta de honor, entre las aclamaciones de un público que le lanzaba toda clase de objetos, como a los toreros), fiel testimonio de la importancia que la comunidad otorgaba a los ciudadanos que la representaban en el terreno deportivo, con los cuales se identificaba con un fervor de sobra conocido en el deporte moderno. Acostumbrados, en efecto, como estamos a contemplar a menudo el desbordante delirio con que es recibido en su ciudad o país el equipo o el deportista individual que alcanza un triunfo sobresaliente (la copa se pasea por toda la ciudad, se ofrece a la Virgen Patrona y a los aficionados, hay una recepción por las autoridades locales, los aficionados se bañan en una fuente, y otras cosas de semejante guisa), no nos extrañará el espectacular recibimiento que, según Diodoro de Sicilia (13.82.7) tuvo Exéneto de Acragante tras vencer en la Olimpíada de 412 a.C. en la carrera del estadio: "Habiendo vencido Exéneto de Acragante, lo condujeron a la ciudad sobre un carro, y lo escoltaban, aparte de otras cosas, 300 bigas de caballos blancos, todas pertenecientes a los propios acragantinos". Un recibimiento semejante sólo un general victorioso podía soñar con tenerlo.
En relación también con las pasiones que levantaban los espectáculos deportivos, tenemos ya lamentablemente documentadas en la Antigüedad peleas entre seguidores de equipos rivales que no tenían nada que envidiar a los enfrentamientos entre los actuales hooligans (normalmente en los juegos del circo y del anfiteatro, rara vez en los estadios). El historiador Tácito (Anales 14.17) nos cuenta que, a mediados del siglo I p.C., en el anfiteatro de Pompeya se produjo una batalla campal entre los aficionados locales y sus rivales de la ciudad de Nocera, con el resultado de que el anfiteatro de Pompeya fue clausurado por diez años y los cabecillas de la trifulca castigados con el destierro de por vida. Tácito deja caer que muchos hinchas se encontraban bajo los efectos del alcohol, el cual por cierto quizá estuviera prohibido en los estadios antiguos (cf. P. Aupert, Le stade [Fouilles de Delphes II], París 1979, 26-17, 52-54). En todo caso, enfrentamientos más o menos ásperos entre hinchas se documentan ya en la primera descripción de una competición deportiva de la literatura occidental, los Juegos Fúnebres que organiza Aquiles en memoria de su amigo Patroclo en el canto 23 de la Ilíada.
Volviendo a los premios concedidos a los atletas, las ciudades no solamente asignaban elevadas recompensas económicas para los vencedores en los grandes juegos (como ya preveían las leyes de Solón para los atletas atenienses, en el siglo VI a.C.), sino que además el erario público costeaba a veces la erección de una estatua del atleta, el cual disfrutaba también de otras ventajas, como la concesión de cargos públicos y, sobre todo, de algunos privilegios que estaban reservados exclusivamente a un reducidísimo número de personas, considerados benefactores de la comunidad: la manutención gratuita de por vida en el Pritaneo a expensas de la ciudad, la proedría o derecho a ocupar de manera gratuita asiento de honor en los espectáculos públicos, y también la atelía o exención de impuestos, etc.
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