En definitiva, este cúmulo de privilegios económicos y honoríficos mal se avienen con la imagen tradicional del atleta griego como un aficionado que se limita a competir ars gratia artis, un tipo de atleta que fue sobre todo una idea fomentada desde el siglo pasado por quienes deseaban presentar un antecedente histórico y prestigioso para el tipo de deporte que intentaban implantar, a saber, el deporte elitista propugnado por los caballeros ingleses de la época victoriana, en cuyos clubs amateurs no tenían cabida los trabajadores, sino únicamente aquéllos que no necesitaban trabajar para ganarse el sustento y que, por tanto, disponían de todo el tiempo del mundo para practicar el deporte por el deporte, sin esperar remuneración económica alguna.
"El amateurismo -recojo aquí palabras de Young- fue en realidad un sueño soñado por unos pocos privilegiados entre 1860-1870", un sueño que convirtió a los atletas griegos en caballeros sportmen de la Inglaterra victoriana, pero un sueño que ha afectado grandemente al movimiento olímpico moderno, que nació precisamente en este ambiente de los selectos clubs británicos y de aristócratas amantes del deporte como el barón Pierre de Coubertin, los cuales no tenían generalmente mucho interés en medir sus fuerzas con gentes de niveles sociales inferiores, que, decían, sólo compiten pensando en el vil metal (naturalmente porque no lo tenían). Concluye Young que el amauterismo es un concepto moderno, que nació en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XIX como medio ideológico para justificar un sistema deportivo elitista, que trataba de eliminar de las competiciones a la clase trabajadora, quizá porque cuando un aristócrata es derrotado por un trabajador pierde algo más que una carrera o un trofeo, se tambalea un mundo de valores que se basa en la innata superioridad de las clases altas sobre las clases bajas en todos los aspectos. No es extraño, en consecuencia, que en los clubes deportivos británicos de la época tuviera prohibido el acceso “cualquiera que sea o haya sido mecánico, artesano o trabajador o se haya ocupado en trabajos domésticos”, o que el presidente del comité olímpico de los Estados Unidos, Caspar Withney (que a finales del XIX formaba parte de la dirección del COI junto con cinco condes, dos barones, un duque y el príncipe de Rumanía), llamara “sabandijas” y otras lindezas por el estilo a los atletas de las clases trabajadoras. E incluso la cabeza visible de los promotores del olimpismo moderno, el barón Pierre de Coubertin, no pudo escapar a estos prejuicios; a pesar de que su postura al respecto del tema que nos ocupa fue siempre muchísimo más moderada que la de la mayoría de sus colegas y en ningún momento podemos dudar de las buenas intenciones (e incluso de los magníficos resultados) de su deseo de restaurar el movimiento olímpico para que sirviera de vínculo de paz entre los pueblos, de vez en cuando se le escapa a Coubertin alguna alusión que denuncia los prejuicios a los que hemos hecho alusión y el ambiente en el que nació el moderno movimiento olímpico. Por ejemplo, en su escrito “Por qué resucité los Juegos Olímpicos”, de 1908, dice Coubertin que el objetivo que se propuso al recrear los Juegos Olímpicos fue el de proporcionar “los medios para conseguir el perfeccionamiento de la fuerte y esperanzadora raza blanca, con el fin de contribuir al perfeccionamiento de toda la sociedad humana”.Este ambiente en el que nace el movimiento olímpico moderno ha determinado en buena medida su historia posterior. La hipócrita distinción entre el atleta supuestamente amateur que puede participar en los Juegos Olímpicos y el profesional que tiene vedada su intervención en ellos se ha mantenido hasta hace bien poco (como sabrán los aficionados, los jugadores de la liga profesional norteamericana de baloncesto han sido admitidos por vez primera en unos Juegos Olímpicos en las Olimpíadas de Barcelona de 1992), y ha afectado incluso a algunos de los más grandes atletas contemporáneos, como el gran fondista finlandés Paavo Nurmi (nueve veces campeón olímpico entre 1920 y 1928) y sobre todo a quien muchos consideran aún uno de los mejores atletas del deporte moderno, el piel roja norteamericano James Thorpe, quien venció en el décatlon de los Juegos Olímpicos de Estocolmo de 1912, pero posteriormente fue desposeído de su título y su nombre borrado de la historia olímpica, podríamos decir, parodiando el título del célebre spaghetti-western, "por un puñado de dólares", ya que fue acusado de ser un deportista profesional, y por ello indigno de competir en unos Juegos Olímpicos, por haber cobrado la desorbitada cantidad de...cinco dólares a la semana como jugador de béisbol. La rehabilitación de su nombre le llegó tarde a Thorpe, en 1983, treinta años después de su muerte.
En definitiva, el "amateurismo" que se atribuye tradicionalmente a los atletas griegos de los primeros tiempos es (quizá no totalmente, pero sí probablemente en buena medida) una excusa para justificar un ideal deportivo moderno dotándolo de un antepasado prestigioso. En este aspecto, como en tantos otros, no creemos que hubiera tanta diferencia cualitativa como se ha pretendido entre el deporte griego y el deporte actual (me refiero siempre por supuesto al deporte de competición) y en ambos casos los intereses económicos y sociopolíticos tienen gran peso.
Efectivamente, como consecuencia en cierto modo lógica de los intereses de todo tipo que fueron rodeando el mundo del deporte por su imparable popularidad, el afán por obtener victorias deportivas llegó a ser tan grande que se acudió ocasionalmente a toda clase de medios (no siempre legales) para lograr el triunfo con el fin de explotarlo posteriormente, a veces con objetivos totalmente ajenos al ámbito deportivo (y en este aspecto el deporte antiguo anticipa lamentablemente prácticas bien conocidas y bien actuales en el deporte moderno). El mejor ejemplo de explotación política de éxitos deportivos en la Grecia de época clásica lo proporciona probablemente Alcibíades. En un discurso que pone en su boca Tucídides (6.16 ss.), el primer mérito que este hombre sin escrúpulos y con un ansia inagotable de poder y protagonismo personal alega para convencer a los atenienses de la conveniencia de enviar (naturalmente bajo su mando) una expedición a Sicilia durante la Guerra del Peloponeso (estamos en 415 a.C.), es precisamente su espectacular triunfo en los Juegos Olímpicos. Alcibíades presentó nada menos que siete carros en la carrera de cuadrigas de los Juegos (un dispendio económico enorme, sobre todo en una época de terrible escasez en Atenas a causa de la guerra); los puestos primero, segundo y cuarto fueron para él, lo cual le hizo popularísimo en su ciudad y le fue concedido el mando de la expedición a Sicilia, cuyo desastre, por cierto, aceleraría la derrota definitiva de Atenas en la guerra. En fin, también en la Atenas clásica, al igual que hoy, era posible un uso aberrante del deporte para manipular a las masas, y en casos como el descrito es especialmente aberrante, porque al fin y al cabo Alcibíades sólo tuvo que poner el dinero para costear los carros y no su sudor y esfuerzo personal, ya que en los juegos antiguos era proclamado vencedor no el conductor del carro, sino su propietario (aún más lejos llegó Nerón, de quien cuenta Suetonio que fue coronado vencedor en la carrera olímpica de cuadrigas a pesar de que su carro derrapó y no llegó el primero a la meta; su nombre fue borrado posteriormente de la lista de vencedores olímpicos).
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