12 de octubre de 2010

Influencias,diferencias y semajanzas del deporte griego y actual (parte 8)

Con Píndaro llega hasta su más alta cima en el pensamiento griego la estimación del atleta, presentado en definitiva como un modelo. De él ha dicho la profesora Bernardini que “el ideal atlético no ha vuelto a encontrar en el tiempo una voz tan entusiasta y no se ha vuelto a sostener una construcción ideológica tan orgánica y coherente de los rasgos distintivos que hacen del atleta un modelo de vida y comportamiento”. Nada comparable, en efecto, encontramos después de Píndaro, ni tampoco era posible, ya que los grandes cambios que, en todos los aspectos, se produjeron en la Grecia del siglo V a.C. hicieron
que muy pronto (en realidad ya en vida del propio Píndaro) este ideal humano aristocrático quedara rápidamente trasnochado.
Nada más aleccionador al respecto que comparar a los atletas pindáricos con los que cinco siglos después describen los poetas Lucilio y Nicarco en sus epigramas satíricos. En ellos ya no aparecen los heroicos, hermosos e idealizados atletas de Píndaro, prodigios de fuerza y velocidad, sino atletas que son más bien prodigios de fealdad y torpeza, corredores tan lentos que llegan a la meta después del último y a los que adelanta hasta el público, y boxeadores que después del combate ni siquiera ellos mismos se reconocen al mirarse al espejo. Veamos un par de estos epigramas:

 Nicarco, Antología Palatina 11.82:
Junto con otros cinco, en Arcadia participó Carmo en la carrera de fondo.
¡Milagro, pero es verdad: llegó…el séptimo!
“Si eran seis -preguntarás quizá-, ¿cómo es que llegó el séptimo?”.
Es que un amigo suyo se acercó a él [mientras corría] diciéndole: “¡Ánimo, Carmo!”.
Y [el amigo] llegó antes que Carmo a la meta. Y si llega a tener Carmo
cinco amigos más, habría llegado el duodécimo.
Lucilio, Antología Palatina 11.77
Después de 20 años Ulises regresó a su patria sano y salvo.
y reconoció su figura su perro Argos al verlo.
En cambio a ti, Estratofonte, después de cuatro horas boxeando,
no es que no te reconozcan los perros, es que no te reconoce nadie en tu ciudad.
Y si quieres mirar tu propio rostro en el espejo,
tú mismo dirás bajo juramento: “No soy Estratofonte”.

Estos epigramas son en realidad el resultado de un largo proceso, que conocemos al menos desde el siglo VI a.C. (antes de Píndaro, por tanto). Desde entonces, muchas de las más destacadas voces del mundo griego (sin negar nunca -y esto me interesa subrayarlo desde el principio- los beneficios que la práctica del deporte proporciona al bienestar físico e intelectual del hombre), atacaron enérgicamente el deporte de competición, centrando sus críticas en dos aspectos que constituyen igualmente, creo, el blanco de las censuras que los intelectuales y hombres de ciencia de nuestro siglo continúan dirigiendo contra el deporte profesional: en primer lugar, la exagerada valoración social de las cualidades físicas por encima de las intelectuales, que se traducía, como ahora, en las desmesuradas recompensas económicas que recibían los atletas y en la devoción popular de que eran objeto, sobre todo en comparación con las menores satisfacciones que aguardaban a quienes cultivaban el espíritu más que el cuerpo; en segundo lugar, el régimen de vida que los deportistas se veían obligados a seguir, cuyos excesos en la alimentación y en los esfuerzos físicos resultaban ser, en última instancia, sumamente perjudiciales para la salud y en modo alguno contribuían (sino todo lo contrario) a la formación de un cuerpo bello y armonioso.
Ya hemos hablado del primero de ambos aspectos, la exagerada (en opinión de los intelectuales) valoración social de la capacidad física y las consecuencias económicas que ello conllevaba. La censura de la exagerada valoración social de los éxitos deportivos, si se tiene en cuenta su escasa contribución al bienestar y progreso de la comunidad ciudadana (al decir de los críticos), se halla expuesta por vez primera de manera clara y explícita en la segunda mitad del siglo VI a.C., en los versos del filósofo Jenófanes de Colofón (fr.2): “Pero si alguien alcanza la victoria allí donde está el recinto sagrado de Zeus junto a las corrientes del río de Pisa, en Olimpia, sea por la rapidez de sus pies o compitiendo en el pentatlo, sea en la lucha o incluso en el doloroso pugilato o en la terrible prueba que llaman pancracio, como hombre muy ilustre aparece a los ojos de sus conciudadanos, y puede alcanzar el derecho a ocupar asiento de preferencia en los espectáculos y recibe de la ciudad alimentos a cargo del erario público y un premio. E incluso compitiendo en las carreras de caballos podría lograr todo eso, sin ser tan valioso como yo. Porque superior a la fuerza de hombres y caballos es nuestra sabiduría. Pero eso se juzga muy a la ligera y no es justo preferir la fuerza a la verdadera sabiduría. Pues aunque entre el pueblo se encuentre un buen púgil, pentatleta o luchador o quien destaque por la rapidez de sus pies…no por eso la ciudad va a estar mejor gobernada. Poco gozo puede obtener la ciudad si alguno compite y vence junto a las riberas del río de Pisa, pues eso no engorda los fondos de la ciudad”.
Críticas semejantes a las que vierte Jenófanes contra la sobreestimación de la importancia de los deportistas se hicieron especialmente frecuentes a partir del siglo V a.C., cuando las nuevas experiencias intelectuales y las modificaciones en el sistema educativo, promovidas sobre todo por la sofística (el movimiento que provocó en la sociedad antigua una puesta en cuestión de las ideas tradicionales y unos cambios comparables a los que el mundo moderno debe a la Ilustración), abogaban por la afirmación de la superioridad de la capacidad intelectual sobre la física. Precisamente a un poeta criado en ese ambiente, el trágico Eurípides, debemos la que es quizá la más acerba crítica del deporte de competición que nos ha legado la literatura griega; se trata de un fragmento de una obra perdida titulada Autólico (fr.282): “De los innumerables males que hay en Grecia, ninguno es peor que la raza de los atletas.. En primer lugar, éstos ni aprenden a vivir bien ni podrían hacerlo, pues ¿cómo un hombre esclavo de sus mandíbulas y víctima de su vientre puede obtener riqueza superior a la de su padre?. Y tampoco son capaces de soportar la pobreza ni remar en el mar de la fortuna, pues al no estar habituados a las buenas costumbres difícilmente cambian en las dificultades. Radiantes en su juventud, van de un lado para otro como si fueran adornos de la ciudad, pero cuando se abate sobre ellos la amarga vejez, desaparecen como mantos raídos que han perdido el pelo. Y censuro también la costumbre de los griegos, que se reúnen para contemplarlos y rendir honor a placeres inútiles…¿Pues qué buen luchador, qué hombre rápido de pies o qué lanzador de disco o quien habitualmente ponga en juego su mandíbula ha socorrido a su patria obteniendo una corona?. ¿Acaso lucharán contra los enemigos llevando discos en las manos o por entre los escudos golpeándolos con los pies expulsarán a los enemigos de la patria?. Nadie hace esas locuras cuando está frente al hierro. Sería preciso, entonces, coronar con guirnaldas a los hombres sabios y buenos y a quien conduce a la ciudad de la mejor manera siendo hombre prudente y justo, y a quien con sus palabras aleja las acciones perniciosas, suprimiendo luchas y revueltas. Tales cosas, en efecto, son beneficiosas para la ciudad y para todos los griegos”.

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