Los Juegos agonales
La Antigua Grecia es, para muchos autores, la cuna del deporte; es más, para algunos incluso del “único” deporte, por cuanto es aquí donde alcanza sus cotas y realizaciones más elevadas que después se perderían en el marasmo de la historia para ser recuperadas, aunque sin alcanzar el esplendor original, en el deporte contemporáneo. La importancia que la cultura helénica tiene para el mundo occidental no debe ser desdeñada, y ha servido como referencia para muy diversos “renacimientos” a lo largo de la historia, a esta influencia de lo clásico no podía dejar de sustraerse el deporte y, para corroborarlo, ahí están por ejemplo los Juegos Olímpicos “restaurados” por el Barón de Coubertin. Pero no debemos perder de vista, como señala Elías (1992) que los juegos de competición de la Antigüedad Clásica tenían todo un conjunto de características propias: la ética de los jugadores, las normas para juzgarlos, las reglas de competición, etc. que los diferencian sustancialmente de actividades similares en el mundo contemporáneo.
La areté así entendida, en el sentido de vigor y voluntad de ser superior a los demás se mide en el agón, que debe traducirse como combate y competición a la vez. El espacio propio del Agon es la guerra, pero cuando los héroes homéricos no se enfrentan en la batalla, los vemos competir en los juegos. Se trata de unos juegos reservados de manera exclusiva a la aristocracia y surgen íntimamente relacionados con una clase social aristocrática y guerrera, cuyo deseo esencial es el de la competición y el de la victoria. Los héroes de Homero eran “los mejores”, los aristoi, un grupo que se elevaba por encima del demos, la masa, el pueblo, y para el que el esquema “honor-lucha-trofeo” tenía pleno sentido.
Los príncipes aqueos luchaba por conseguir los mejores premios, unos premios que no tienen únicamente carácter honorífico; el deseo de gloria se hace presente y la recompensa se puede considerar como representativa del valor de cada uno. Pero, además, la importancia del premio se encuentra íntimamente relacionada con la manifestación pública del triunfo, sin ella el propio triunfo carece de importancia puesto que el hombre homérico adquiere exclusivamente conciencia de su valor por el reconocimiento de la sociedad a la que pertenece. En consecuencia, el deseo de vencer, el espíritu agonal, no aparece únicamente asociado a la recompensa, expresa también el sentimiento de la victoria y subraya el valor que la gloria aporta al vencedor, gloria que inmortaliza su memoria y lo vincula a las divinidades.
Los juegos tienen además la finalidad de satisfacer el “sentido moral” de una sociedad que entiende la Areté como la meta suprema; el triunfo sobre los demás lleva hasta cierto punto a perder la medida e incluso la escala humana, la superioridad confirmada por la victoria participa de lo divino. La idea de felicidad para el hombre griego pasa por la valoración de sí mismo, afirmándose como el primero, distinto y superior, dentro de su categoría. Sobre todo en la época arcaica, el triunfo físico, ya sea en el combate donde alcanza su medida autética, o en las competiciones y juegos, donde adquiere un sentido más convencional, es la expresión de la Areté suprema. La Areté incluye todos los demás valores, ya que para el mundo griego no tiene sentido separar el triunfo físico para apreciar su valor propio, los valores individuales, sociales, físicos y morales se encuentran indisolublemente unidos: y el triunfo físico se constituye en el cúmulo de todos ellos. Tampoco en este momento tiene sentido plantear la dualidad cuerpo/alma, puesto que para el mundo griego es el hombre completo el que está en la lucha y todo él vence… o es derrotado.
La expresión más acabada de este concepto nos la ofrecen las diferentes competiciones que Homero describe en el canto XXIII de la Iliada, en ellas se puede apreciar esa voluntad de ser el primero, el mejor, el más rápido o el más fuerte. Pero además, hay que tener presente que los juegos agonales fueron en su inicio ceremonias funerarias, que con posterioridad se transformarían para conmemorar las fiestas dedicadas a los héroes y, más tarde, a los Dioses. La progresiva combinación de estos diferentes tipos de juegos llevaría a que se establecieran a intervalos regulares. Los de Olimpia eran los Juegos más conocidos, pero no eran los únicos, podemos citar los Píticos, Nemeicos o Istmitos entre los más importantes y todos ellos tenían en común la circunstancia de haberse constituido inicialmente como agones funerarios. Se trata, en esencia, de juegos ritualizados que se encuentran muy próximos al ámbito de lo sagrado y que, al ser institucionalizados, se irán secularizando de manera progresiva hasta perder en un momento determinado gran parte de su primitiva significación cultual.
Para algunos autores la ascendencia agonística que se puede apreciar en el mundo griego es uno de los elementos fundamentales a la hora de definir la esencia del deporte. En este sentido, Betancor y Vilanou (1995) indican que en la voluntad del ciudadano griego de perseguir la excelencia, la areté, con un inquebrantable deseo de triunfar sobre los demás se puede encontrar una de las características que definen el espíritu deportivo: el deporte sin lucha sería un simple juego y, cuando pierde esa condición lúdica se transforma en un “simple y vulgar” trabajo.
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