El juego como origen del deporte
Son muchos los autores establecen relaciones entre juego, cultura y deporte. Como señalan Betancor y Vilanou (1995), frente al juego las actitudes que se han tomado a lo largo del tiempo han sido muy variadas: desde el desprecio absoluto o el simple rechazo, ya fuera por motivos puritanos, ascéticos, místicos o moralistas, generalmente en el entendimiento de que lo lúdico, lo festivo, no era sino una manifestación más del paganismo, hasta su aceptación absoluta sobre la base de razones derivadas de los estudios antropológicos, psicológicos o pedagógicos
Será desde comienzos del siglo XIX cuando el juego se convierta en un objeto de reflexión teórica y comience a ser tenido en cuenta por las, en aquél entonces, nacientes ciencias sociales. No es una casualidad que sea precisamente en ese momento histórico cuando arranque esta preocupación por el juego, por lo lúdico en su sentido más amplio, hay que tener en cuenta que estamos en los momentos iniciales de la Revolución Industrial y las transformaciones que la acompañan estaban propiciando la paulatina desaparición de las anteriores formas de vida y de relación social. Se ha señalado, no sin razón, que sólo a partir del momento en que el hombre se vio obligado a trabajar de manera disciplinada y racional en empresas industriales cada vez más grandes, y a desterrar de su mundo laboral lo jocoso como algo desfasado, el juego se ha constituido en un problema teórico (Moltmann, 1981). Tampoco debe resultar extraño que fuera precisamente el movimiento romántico el primero en reflexionar sobre lo lúdico y el juego, el que puso de relieve las posibilidades liberadoras del juego y las manifestaciones festivas que entraban en crisis definitiva como consecuencia de la industrialización. Este interés por lo lúdico se enmarca en un proceso más amplio que se desarrolla en Europa de recuperación de la cultura popular, una cultura que entraba en su declive definitivo, es el movimiento que Peter Burke (1997) ha denominado como “descubrimiento del pueblo”, que respondía a numerosas razones entre las que cabe destacar la revuelta contra el arte –en el sentido de artificial– que llegó a ser considerado como un término peyorativo, mientras que lo natural, entendido como salvaje se convertía en una alabanza. El romanticismo presentará como una de sus señas de identidad el interés por lo exótico, cuyo atractivo radicaba precisamente en el hecho de que era salvaje, natural y libre de las reglas del clasicismo. En definitiva, el interés por lo popular, desde la literatura y los cuentos al juego, forma parte de un movimiento de primitivismo cultural en el que lo antiguo, lo distante y lo popular se convirtieron en términos sinónimos.
Más próximos a nuestra época, el autor que sirve de punto de referencia para el estudio del juego es Johan Hizinga, cuya obra fundamental Homo Ludens (1996) fue publicada ya en el segundo decenio del siglo XX convirtiéndose en un auténtico clásico sobre el tema. Las reflexiones de Huizinga no han perdido actualidad, de hecho su obra continúa reimprimiéndose, y han dado origen a un fructífero debate que se prolonga hasta el presente. La hipótesis básica de este autor se puede expresar de manera simple: los juegos son el instinto vital de la cultura, es decir, que el hombre, a través del juego crea la cultura. Como ya hemos indicado, entiende por juego una actividad libre, sentida como ficticia y situada al margen de la vida cotidana, pero capaz de absorber totalmente al jugador; una acción que está desprovista de todo interés material y de toda utilidad, que acontece en un tiempo y espacio expresamente determinados, que se desenvuelve con orden a unas reglas establecidas y suscita en la vida las relaciones entre los grupos humanos.
En Homo Ludens propone que es posible rastrear la presencia del elemento lúdico no solo en formas competitivas, como pueda ser la guerra, sino en lo que se considera las más elevadas manifestaciones de la vida humana: los ritos, el saber, la justicia, la poesía. En su opinión, el derecho, la ciencia, la filosofía, las artes, etc., todo lo cultural que ha sido elaborado por el ser humano, nace y encuentra su justificación última en el juego. A parte de considerar el elemento lúdico presente en cada una de esas manifestaciones Huizinga realiza un somero estudio de las diferentes etapas lúdicas que se han sucedido a lo largo de la historia: Roma, Edad Media, Renacimiento, Barroco, el siglo XVIII y el Romanticismo. Cuando llega al siglo XIX señala que la irrupción del principio del utilitarismo, un principio propio y característico de la sociedad industrial, suspende la labor creativa del juego a favor de los intereses económicos del capital; se genera así una paradoja: si por un lado se asiste a la aparición y desarrollo del deporte, éste sufre una especialización que afecta de manera sustancial a su esencia lúdica. El deporte habría perdido la dimensión dramática y fantástica, los ideales de trabajo y racionalización, los criterios de eficacia, búsqueda del récord y resultados, no permitirían ya la presencia del elemento lúdico en el ámbito del deporte.
Partiendo de Huizinga pero superándolo en muchos aspectos, Roger Caillois nos da una nueva definición de juego. Se trataría de una actividad libre, separada, incierta, improductiva, reglamentada y ficticia. En su obra Teoría de los juegos (1958), establece una clasificación según predomine la competición, el azar, el simulacro (pantomima) o el vértigo (éxtasis): agón, alea, mimicry e ilinx. Para este autor dar preferencia a uno u otro tipo de juego contribuye a decidir el porvenir de una civilización. En las sociedades primitivas dominarían los juegos en los que predomina el simulacro y el vértigo, que contribuyen a consolidar la cohesión del grupo; por el contrario, las culturas desarrolladas, más organizadas y jerarquizadas, los juegos que tienen mayor presencia serían los agonísticos y de azar. Incluso llega a mantener que la tendencia hacia la competición y el tantear la suerte, serían elementos a tener en cuenta en la explicación de la quiebra de la sociedad estamental y la constitución de la moderna sociedad industrial.
Son muchos los autores que sostienen que el deporte es actividad física, juego y competición. A partir de aquí se llega a una definición de deporte como un tipo especial de juego, con una característica diferenciadora que viene constituida por el hecho de que implica competición. Entendiendo ésta como la existencia de un sistema de reglas que permiten decir al final quién gana y quién pierde. Así, Olivera Betrán (2000) partiendo de la clasificación de los juegos realizada por Callois, señala que “el deporte es hijo del juego, pertenece a la categoría lúdica de Agón –competición– con importantes componentes de Alea –suerte– y Mímicri –representación–, y además se nutre de las formas de juego primigenias llamadas populares o tradicionales”.
Profundizando en esta línea se llega incluso a señalar la existencia de una transición histórica de los juegos a los deportes. A pesar de todo, no parece estar del todo clara la distinción entre juego y deporte, existen importantes elementos comunes entre ellos, pero también son importantes los elementos diferenciadores. Algunos autores han llegado a dar una definición de juego en el sentido de toda actividad lúdica, con reglas propias y un componente competitivo que requiere algo de esfuerzo; desde esta perspectiva, el deporte quedaría incluido dentro de este concepto –de hecho, como veremos en el epígrafe siguiente, es la forma en que se define desde la antropología– lo que dificultaría sobremanera el establecimiento de una clara distinción entre ellos. Para solventar esta dificultad, se alude a la existencia de una diferencia sustancial entre ambos: su institucionalización, es decir, que mientras el deporte requiere actividad física agotadora, agresividad y enfrentamiento continuado y reglamentado previamente, el juego se correspondería con una dinámica mucho más abierta, informal, y susceptible de adaptaciones y cambios constantes. Otro elemento diferencial vendría constituido por la profesionalización que existe en el ámbito deportivo; un poco en la línea que señalaba Huizinga, la profesionalización se entendería como la perversión del juego a través de la introducción sistemática del rendimiento corporal (Betancor y Vilanou, 1995).
Para Blanchard y Cheska (1986) el estudio del deporte se constituye como objeto propio de la antropología cultural, la antropología física, la arqueología y la lingüística cuyo objetivo final consiste en el esclarecimiento de lo que llaman “comportamiento deportivo”. Estos autores, definen el deporte como actividad lúdica con sus propias reglas, con un componente competitivo y que requiere algo de esfuerzo, que ha sido generalmente incluido en la historia de la antropología en la categoría más amplia de los juegos. Pero mantienen que constituye un rasgo integral de la vida de numerosos pueblos primitivos. También desde criterios antropológicos Betancor y Vilanou señalan que las posibilidades del juego superan, con mucho a las del deporte, por cuanto el juego contribuye a potenciar la identidad del grupo social que lo practica, es decir, el juego se constituye como un mecanismo de identidad que evoca y consolida la historia del grupo social y, al contribuir a la cohesión y solidaridad, favorece que se desarrolle el sentimiento comunitario. En cambio, el deporte, dada la importante carga de agresividad y competitividad que implica parece corresponderse con un mundo –el contemporáneo– fragmentado, un mundo en el que destaca el gusto por la excelencia particular de cada uno de los contendientes; también se incluye como un aspecto negativo el hecho de que cada vez más se convierta en una vía de evasión. A pesar de que esta comparación entre juego y deporte se presenta como negativa para este último, se resalta que en la base, en el origen de la práctica totalidad de los deportes modernos existen, en general, juegos tradicionales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario