La historia se ha entendido, durante mucho tiempo, como un simple relato de los hechos del pasado, pero progresivamente se fue asumiendo que esos hechos, en realidad, hacían referencia a la vida del hombre en sociedad. Desde esta perspectiva, se empezó a tomar conciencia de que algunos de ellos destacaban y parecían tener mayor importancia que otros, después, se impuso la idea de que los hechos no podían ser únicamente producto del azar, que debían responder a una causa. Este cambio representaba un paso importante: la historia, empezaba a entenderse como memoria colectiva.
Pero todavía durante mucho tiempo, unos grupos sociales minoritarios confundirán lo que era su pasado con el de toda la colectividad. En esta interesada confusión era donde nacía aquella historia –crónica– que se limitaba a recoger los datos biográficos de reyes, relatar las batallas consideradas importantes o prestar atención a los diferentes tratados diplomáticos. Desde este punto de vista, la historia no pasó de tener otra consideración que la de un simple un relato literario primero y, más tarde, empezó a entenderse también como un relato erudito, pero siempre con una finalidad justificativa: la recuperación del pasado no consistía sino en realizar una simple justificación del mismo y, sobre todo, del presente. La memoria histórica tardaría mucho en convertirse en la memoria de todo un pueblo.
Pierre Vilar (1982) ha señalado que es necesario comprender el pasado para conocer el presente: “Comprender el pasado es dedicarse a definir los factores sociales, descubrir sus interacciones, sus relaciones de fuerza, y a descubrir, tras los textos, los impulsos (conscientes, inconscientes) que dictan los actos. Conocer el presente equivale, mediante la aplicación de los mismos métodos de observación, de análisis y de crítica que exige la historia, a someter a reflexión la información deformante que nos llega a través de los media. “Comprender” es imposible sin “conocer”. La historia debe enseñarnos, en primer lugar, a leer un periódico”. Es decir, la historia debe enseñarnos a situar las cosas detrás de las palabras. Para Vilar, el conocimiento histórico representa la base de todos los demás conocimientos sociales, ya que toda sociedad está situada en el tiempo.
Etimológicamente, la palabra Historia deriva en todas las lenguas romances y en inglés del término griego antiguo istorie, en dialecto jónico. Esta forma deriva, a su vez, de la raíz indoeuropea wid-, weid-, “ver”, de donde surgió en griego “testigo”, en el sentido de “el que ve”. A partir de ese núcleo se desarrolló un nuevo significado: “el que examina a los testigos y obtiene la verdad a través de averiguaciones e indagaciones”. Fue Herodoto, a quien se considera generalmente como “el padre de la historia” el que acuñó, en el siglo V a.c., el término Historia en ese sentido de actividad de “indagación”, “averiguación” e “investigación” sobre la verdad de los acontecimientos humanos del pasado. Pero luego la palabra historia ha pasado a tener un significado mucho más amplio y a identificarse con el transcurso temporal de las cosas.
Si algo podemos afirmar sobre el concepto historia es su complejidad y, en la medida en que en él podemos encontrar de inicio una doble acepción, esto hace que se vuelva enormemente equívoco. Historia hace referencia al suceder histórico (la historia como realidad) pero también designa la ciencia o saber que estudia esa realidad (la historia como conocimiento). Este equívoco genera una importante controversia entre la historia como realidad y la historia como conocimiento: la visión de la historia
dependerá siempre de la realidad social del momento, de la ideología dominante en un momento concreto. Este doble sentido lleva, en palabras de Pierre Vilar, a que se produzca una confusión entre el conocimiento y la materia: dado que el pasado es pasado, no renovable, se confunde a menudo con lo que nos ha sido transmitido. Este pasado como herencia o tradición, pretendidamente aséptico, “que habla por sí mismo” es, en realidad, una construcción de quienes lo escriben.
Pero más allá de ese doble sentido, Vilar señala la existencia de otros tres que generalmente son atribuidos al término historia y que sirven, al mismo tiempo, para distinguir tres grandes concepciones de la historia-realidad y que se corresponden, con tres concepciones de la historia-conocimiento:
1. La materia de la historia es cualquier cosa pasada, y “saber historia” consistiría en memorizar el mayor número posible de esos hechos dispares.
2. La materia histórica es el terreno de los hechos “destacados”, conservados por la tradición, el recuerdo colectivo, los relatos oficiales debidamente controlados por los documentos. Conocimiento que se fundamenta en una elección de los hechos poco científica y que se ve invadido de manera inconsciente por prejuicios morales, sociales, políticos o religiosos. Conocimiento que, en el mejor de los casos, serviría para proporcionar un cierto placer estético a unas minorías.
3. La materia de la historia sería también el conjunto de los hechos pasados, pero no sólo de los hechos curiosos o destacados, porque, en realidad, la evolución humana ha dependido sobre todo del resultado estadístico de los hechos anónimos: aquellos cuya repetición determina los movimientos de población, la capacidad de producción, aparición de instituciones, luchas de clases,… hechos de masas que tienen su propia dinámica, entre los que se deben situar los hechos más clásicamente llamados “históricos”: incidentes políticos, guerras, diplomacia, etc. Este conjunto de hechos puede ser analizado científicamente como cualquier otro proceso natural, a la vez que presenta unos rasgos específicos como consecuencia de la intervención humana. La historia-conocimiento, se convierte en una ciencia en la medida que descubre procedimientos de análisis adecuados a esta materia particular.
La Historiografía tiene un campo de trabajo peculiar que no es, ni puede ser, el “Pasado” sin más. Y ello porque el pasado, por definición, no existe, es tiempo finito, acabado y, en consecuencia, imposible de conocer científicamente porque no tiene presencia física actual y material. Enrique Moradiellos (1995) insiste en que el campo de la Historiografía está constituido por aquellos restos y vestigios del pasado que perviven en nuestro presente en la forma de residuos materiales, huellas corpóreas y ceremonias visibles; pero son precisamente esos residuos, que permiten la presencia viva del pasado, el material a disposición del historiador para realizar su trabajo y con el que construye su discurso histórico: una momia egipcia, una moneda romana, el periódico de 1848,... son tan presentes y actuales como nuestra propia presencia corporal. La conclusión que se sigue de esto es que sólo puede hacerse historiografía y alcanzarse algún tipo de conocimiento histórico sobre aquellos hechos, personas, acciones, instituciones, procesos, estructuras, etc. de los que se conserven señales y vestigios en nuestra propia dimensión temporal. La realidad actual de estos restos es lo que permite que podamos entender y dotar de sentido a un pasado que existió una vez que, indudablemente, tuvo su lugar y su fecha: “los vestigios generados en el pasado impiden que la no-actualidad de lo que tuvo un lugar y una fecha se identifique con su irrealidad e inexistencia absoluta, permitiendo así la diferenciación entre el pasado histórico y la mera ficción o el mito imaginario”.
Por lo tanto, el discurso histórico del investigador no puede ser arbitrario sino que debe estar justificado, apoyado y contrastado por las pruebas que existan al respecto. Así pues, la “verdad” en historiografía no hace referencia al pasado en sí, que no es posible conocer, sino a los restos que del mismo se conservan en el presente. Y a partir de lo anterior, aquella teoría interpretativa que más probable parezca y que mayores indicios de verosimilitud presente, desde la perspectiva siempre de las pruebas disponibles, será la que se considere verdadera en tanto ninguna prueba o evidencia nueva venga a desmentirla. Los vestigios, el material primario y original, los “documentos” en el sentido amplio que en la actualidad tiene este término son, pues, la base sobre la que el historiador inicia su investigación y construye su discurso sobre el pasado, además será también el criterio al que acudirá para demostrar la necesidad de los resultados e interpretación ofrecida en el mismo. En este sentido Moradiellos señala tres principios axiomáticos que inexcusablemente deben ser tenidos en cuenta por el investigador:
1. El principio crítico de verificabilidad de las pruebas materiales que sirven de soporte a afirmaciones historiográficas. Las pruebas que el historiador utiliza para construir su investigación deben estar al alcance de la comunidad científica para su comprobación (es el origen de la convención que obliga a dar la referencia precisa de todo documento o cita utilizada en el texto).
2. El principio de desarrollo inmanente y secular en la explicación e interpretación histórica. Según éste, todo acontecimiento humano está conectado o determinado por otro precedente y emerge de condiciones previas, descartando la intervención de causas exógenas (la providencia divina o los astros, por ejemplo).
3. El principio de significación temporal, que hace de la cronología un vector y factor de evolución irreversible e impone la exclusión de cualquier anacronismo (error cronológico que consiste en dar como sucedido un hecho antes o después de cuando realmente sucedió o la acción de atribuir a personajes de una época costumbres o ideas de otra) en las interpretaciones y relatos históricos.
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